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¿Piedra, papel o tijeras? Y el niño en respuesta saca su dedito con forma de pistola y hace cómo que dispara. Gana la pistola. No hay objeción posible. En un entorno donde el arma es cotidiana lo normal es estar listo para dar un balazo, real o imaginado. ¿Qué se puede argumentar cuando te metes en el Estado de Virginia y te das cuenta que el típo esperando delante tuyo en la cola del supermercado va presumiendo de pistola?
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El derecho a la autodefensa en la sección de congelados es inviolable. Es algo legal en Virginia, aún no en el colindante Washington DC. Aunque eliminar la prohibición para llevar armas en la capital es tema recurrente desde el congreso estadounidense, y centra las obsesiones de buen número de políticos que buscan una legislación ejemplarizante que nos permita a todos ir con pistola a la oficina.
Nos rondan por la cultura diaria tantas violencias compartidas. No sólo las obvias, ni las sangrantes, ni siquiera las físicas, sino toda esa violencia simbólica, implícita, que llevamos puesta en la comunicación, en la mirada y en las palabras. Las enfermedades no se tratan, no se curan, se batallan se luchan, se muere peleando frente a ellas... Las políticas y respuestas frente al terrorismo, o el tráfico de drogas no son programas de prevención ni gestión, son guerras... El lenguaje de la confrontación, la lucha y el partirse la cara se hace tan cotidiano y mundano como ir a la compra con pistola. ¿Quizás más acentuado desde este Estados Unidos donde la patria está en el derecho a llevar armas? ¿Dónde mostrar firmeza argumentativa es “no soltar tus pistolas? ¿O donde los correos electrónicos no sólo se envían sino que habitualmente se disparan?
Y así terminamos cantando con empalagosa voz meliflua tantos y tantos amores a balazos como si tal cosa:
“El amor es una bala. Me se el final antes de que cuenten la historia. No es tan complicado pero te va a hacer falta un alma a prueba de balas. Eras de gatillo fácil nene. Me dio como una bala lenta. Como una bala lenta... “ Sade